
Dijeron que había ido a tantas guerras, presenciado tantas revoluciones y que había sido un observador privilegiado. Que había recorrido tantos países y había sido condenado tantas veces a morir. Que se había salvado tantas veces de ser fusilado, que había escrito tantos libros y dictado tantas conferencias. Afirmaron que no había recibido el Premio Nobel pero en cambio sí había recibido incontables honores. Casi todos lo llamaron maestro, periodista de raza, referente ético. Como si esto no fuera suficiente para encandilar a los lectores muchos machacaron con que había padecido malaria y tuberculosis, que lo había picado un escorpión y fue atacado por una cobra. Fueron cientos las páginas que copiaron sus palabras como si de recetas mágicas se tratara, pero solo unas pocas penetraron en su entraña de peregrino.
La guerra hizo un tajo largo en la vida de Ryszard Kapuscinski desde la infancia hasta su muerte. El niño curioso que sólo deseaba cruzar una frontera, el viajero maduro, el poeta, el historiador y escritor se envolvieron con la única piel del periodista. Poco importa que lo llamen observador privilegiado del mundo, si no se agrega que fue antes su habitante. Un hombre que estuvo allí, un curioso, un callejero, un vagabundo que se puso en camino, que salió al encuentro de los demás. Un hombre implicado en la historia.
Poco importa que haya recibido un centenar de distinciones y no haya ganado el Premio Nobel. Se murió un hombre siempre alegre, con o sin premios. Poco importa la cantidad de países que recorrió si no se comprende que penetró en sus secretos, que se hundió en sus orígenes, que no fue un archivista de hechos sino un hombre que supo atravesar el muro de la lengua, la distancia y las barreras culturales.
Poco importa que haya sido un viajero ejemplar si no se comprende que para él viajar fue un desafío, un esfuerzo. Fue romper prejuicios y quebrar estructuras. Poco importa si no se admite que fue un peregrino solitario con la necesidad de contar y su objetivo comprender, no conquistar. Poco agrega declarar que se pescó malaria o tuberculosis si no se advierte que sus escritos surgen de aquel contacto fraternal, de un tironeo permanente entre la proximidad y la distancia, entre las palabras vivas y los documentos, entre la inmediatez y la decantación de ideas. Poco importa que lo haya atacado una cobra si no se comprende que la dimensión de su vocación era más grande que cualquier amenaza.
De poco vale que lo coloquen en el santuario de los referentes éticos si no se explica que su periodismo fue creatividad que no inventó ni una sola línea. Si no se agrega que esa ética pasa también por la relación con las fuentes, con los demás. Poco importa que haya sido condenado varias veces a morir si no se agrega que esa muerte hubiera sido ofrecida por un sentimiento de amor a la vida.
Poco importa mencionar las guerras que presenció si eso no se completa afirmando que siempre fue un hombre con esperanzas, empeñado en convidar ese pan a sus lectores. Poco importan sus conferencias si no se advierte que el que murió era un hombre que sabía escuchar a los demás, a los Otros con mayúscula, como le gustaba explicar a él.
Poco importa que lo llamen maestro si no se evidencia que él nunca se lo creyó, que fue un hombre franco, que supo exponer sus dudas, que dejó entrever las sospechas en sus propios reportajes. Poco importa que lo llamen periodista de raza si no se explica que esa raza sólo existe para los demás. Raza de testigos que observan y escriben con todas sus energías. Raza que pone la atención en el detalle de la vida cotidiana y la reflexión en las cosas universales. Raza de hombres capaces de asombrarse. Raza de seres que participan, que son reflexivos e intencionados a la vez. Raza que mezcla su manual de hacer periodismo con su biografía.
Poco importa esta página si no se lee a Kapuscinski.
Juan Pablo Baliña
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