martes, 26 de febrero de 2008

Ruta 40, sombra del Ande

Las historias bajan como hilos de agua de la montaña formando un solo arroyo. Así los relatos de la ruta, todos juntos, van formando uno; el peón golondrina, el cacique, el domador, el maquinista, el herrero, el refugiero de la montaña, la sacerdotisa y el buscador de oro. Todos ellos son uno solo, y su historia guarda un mismo gesto. La lista sigue con el viñatero, el rezador, el soguero, el arriero, el tejedor, la pastora, el coplero y todos aquellos que van mezclando cada día su nombre con el de la tierra. Ellos son ese que después de meses de trabajo retira sus manos duras del suelo, pulsa una guitarra con la suavidad de una madre y le arranca un jirón de ternura. Ese que en mangas de camisa devuelve despaciosamente el mate y que con pocas palabras va llenando la patria de presencias. Ese que sin saberlo se vuelve raíz, enlazando en sus hebras gredosas al país con su identidad.

Historias, de sur a norte

La ruta nace a los pies del faro de Cabo Vírgenes, en el punto continental más austral de América. Allí se abreva en el mar y sale al trote por la sombra de la cordillera, pasando por once provincias hasta llegar a La Quiaca, recorriendo en su andar más de cinco mil kilómetros. Allí viven las historias. Algunas llegan de a caballo, otras en bicicleta, caminando y hasta en barco. Otras simplemente están ahí, esperando en medio del desierto. Son como la piedra de una boleadora semienterrada. Para descubrirlas hay que caminar con atención, dejando que el reflejo del sol las haga brillar. Cubiertas de polvo nos esperan. Habrá que ponerse en cuclillas, levantarlas con cuidado y soplarlas un poco. Luego quedarán allí donde fueron halladas, para que las recojan otros peregrinos.

Entre el barro y el oro de Neuquén dormía otra historia, la del pirquinero. Más al norte, en San Juan, los viñateros me ofrecieron un racimo de historias. Después de una mañana “a dedo” llegué a Belén, cuna del poncho. Recuerdo que miraba a los tejedores hilando ese paisaje y sembrándolo de colores. Ahora creo que el poncho es paisaje amalgamado en una pieza. Tiempo después me encontraba en los Valles Calchaquíes, atravesado por el alma de un río interminable que baja nutriendo pequeños caseríos. Cafayate, San Carlos, Angastaco, Molinos, Cachi y La Poma. Detrás del polvo de ese largo camino estaban los ojos de Eulogia Tapia: un recuerdo, una zamba y una historia en tiempos de carnaval. Luego seguí caminando, tratando de comprender el horizonte. Y descubrí La Puna.Ya en San Antonio de los Cobres me esperaba otra historia, la de un molinero que en una vieja bicicleta inglesa atravesaba su vida y la inmensidad de las salinas.

Alforjas llenas de anécdotas

No faltaron los imprevistos. Recuerdo con gracia a aquel israelita indignado porque yo no accedía a venderle mi vieja boina. Luego comprendí que el vil metal que me ofrecía no era tan vil. Si no, no hubiera tenido que vender la tarjeta de memoria de mi cámara digital cuando me quedé sin plata en El Calafate. En una oportunidad, cerca de Chilecito, La Rioja, la tarde me sorprendió frente a una capilla, esperando que surja la imagen de una famosa virgen que supuestamente asomaba a esas horas. Aunque otros decían verla y hasta la fotografiaban con celulares, yo nada vi. En tierra tucumana, sofocado por el calor pensé seriamente en quedarme a dormir dentro de un cajero automático porque contaba con un excelente aire acondicionado. El miedo al ridículo me hizo desistir. Perdí más de cincuenta biromes. En esos andares una parilla liviana decoraba mi mochila con sus barrotes de acero. Jamás la utilicé ni para calentar una pava, ya que siempre tuve una hornalla portátil: sólo fue un adorno, una especie de alarde con el que se viste cualquiera que intente pasar por buen caminante. Más al norte, después de haber roto mis anteojos de sol, viví una noche de desesperación tras haber quedado completamente cegado y afiebrado por el sol de las Salinas Grandes. Las estrellas de Susques no existieron para mí; yo tenía los párpados pegados y una remera empapada en la frente. Casi al final del camino, y como broche de oro, fui “prisionero de lujo”, según los atentos carceleros de Santa Catalina. Ella, la celda, se me brindó generosa durante un fin de semana cuando se enteró que los que ofrecían hospedaje habían marchado al pueblo.

Amasando crónicas en tierra incógnita

Vientos diferentes peinaron cada crónica. Recuerdo que alguna fue amasada en un café sureño, mientras el sol iba madurando las ideas. Otras nacieron en una plaza cualquiera de Mendoza, en un colectivo destartalado y en una estación de servicio. Algunas germinaron en un patio de tierra, en locutorios insufribles y en el cordón de una vereda. Hubo las que se hornearon en la cocina de un hostel, en la bolsa de dormir con la linterna bajo el brazo, y hasta en la biblioteca popular de Purmamarca.

Así fui llenando hojas de impresiones personales, arbitrarias pero francas, lidiando con informaciones duras y asépticas, confundiendo la voz del viajero con la del periodista que debe hacerse eco de sus pasos.

En aquellos lugares comprendí que a la Ruta Cuarenta le duelen los límites, por eso los va erosionando en su inconsciencia de kilómetros, transformándolos en la guarda única de un gran poncho argentino. Es una espada filosa que va cortando el centralismo porteño, enlazando regiones. Es una bandera larga, que nos sigue cubriendo con sus franjas de cielo y nubes. Es el paradójico polvo de una identidad que no se vuela por la geografía atravesada, sino que se arraiga con cada paso. Es un puente que nos une, nos separa y nos vuelve a reunir. Es un rumbo que siempre vale la pena, una excusa de cinco mil kilómetros para abrazar nuestro país.

Ya lo dije. No sólo me llevo un país en los ojos sino que fui absorbido por él. Y como el viento, que se va demorando en algunos paisajes, así yo también me fui quedando por aquellos horizontes; tal vez en un amanecer en los glaciares o en una mañana frente al lago Epuyen. O quizá me fui desperdigando con la tarde en Chos Malal. O aún estoy prendido a esas noches de La Poma. Ya ni sé dónde estoy.

JPB

2 comentarios:

Lorena dijo...

Volvés a dejarme en silencio. Gracias

Juan dijo...

Gracias a vos.

Pero la que sorprende es la ruta, el camino, a cada paso, a cada mirada.