
“Me preocupa un mundo sin testigos”, escribió Carlos Fuentes.
Por más de 30 años esta historia no tuvo testigos que la cuenten. Hasta que el tucumano Tomás Eloy Martínez empezó a seguirle el rastro. No le resultó fácil. Según él mismo repetía, no encontraba a nadie que “supiera contarlo”. La cosa fue así: un puñado de quince o veinte linyeras de San Miguel de Tucumán fueron subidos a los palazos a un camión militar y luego arrojados en la puna catamarqueña, bien lejos de todo. Los tiraron de noche; cada veinte kilómetros empujaban a uno. Sucedió en el invierno del `77. Ni los ciegos merecieron piedad. Las órdenes las impartió Bussi, el General.
Ya en el desierto los crotos desperdigaron su soledad. Uno se entregó a la noche cruda de la Cuesta del Totoral. Otro ingenuo le pidió cobijo a un arbolito. La mayoría murió de frío, de hambre o enloqueció. Cuando iba saliendo el sol un hachero encontró a un linyera acurrucado con su cara contra el piso. Lo llevó hasta su ramadita y de a poco calentó sus manos con el mate.
Eloy Martínez pudo conversar con los que quedaron vivos; el loco Vera, Pachequito y algún otro. La historia es larga y fría.
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