
Me lo leía mi abuela en francés, durante la siesta. Yo no sé francés. Pero para disfrutarlo no hacía falta. Alcanzaba con las viñetas y el barullo extranjero de su voz abuelada. Era una especie de música de fondo que me conducía a ese extravagante mundo de momias, faraones y pirámides.
Tintín era un muchacho curioso, un periodista y sobre todas las cosas, un viajero. Fue a Oriente, al Congo, a Sudamérica. Hoy me hace acordar a Kapuscinski. Se metía con los dictadores, con los traficantes y rechazaba a los enviados de una compañía petrolera que intentaban sobornarlo. Durante sus viajes marineros caminaba por la cubierta, conversando con su amigo, el capitán Haddock, alcohólico y amable insultador. Atrás los seguía Milú, un perro de rol sanchopancesco.
Ahora Hergé, el padre de Tintín, es denunciado por racismo por el señor Mbutu Mondondo, del Congo. Asegura que aquellas tiras hacen apología de la colonización y la raza blanca sobre la negra. No sería extraño pensar que eso pasara por la cabeza de un católico belga en 1930.
Hay dos maneras de leer a Tintín. Perdón, en verdad yo descubrí sólo dos. Pero hay varias maneras de leer cualquier texto. A estos los absorbí de una manera inocente, musical, como si fueran de lluvia. Pero en cada lector entran a jugar su historicidad –que palabra mandaparte- y, como les sucede a los distintos árboles, cada viento le arranca un canto distinto.
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