Me gusta escucharla en los talleres, en las fábricas. Detrás del aserrín que ventila la mañana. Me gusta que se confunda con las herramientas, que se pierda entre tarritos. Me gusta esa voz que corta el ruido metálico de una llave que cae.
Me gusta verla en la cocina. En el mármol, debajo de de alguna ventana. O entre el vapor de un laurel en la olla, al lado de unos fósforos amarillos.
Me gusta que deje hacer. Me gustan las manos sueltas y la cabeza libre. Me gusta que sugiera imágenes. Me gusta que no las imponga. Me gusta que visita, no invada. Me gusta su lenguaje vivo, vibrante. Me gusta su moneda, la palabra.
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