viernes, 13 de abril de 2012

Alberto Merlo


Salió temprano. Absorbió el olor de su animal al enfrenarlo.


Tal vez al alejarse un lechuzito lo miraba desde un poste. Al rato aclaró.


Lo imagino de a caballo pisando la gramilla, cerca de Sierras Bayas. Lo veo bordeando un alambrado, del lado de adentro del cuadro. Lleva un pañuelo en el cuello que flamea como un pájaro en la voz y le cuelga un rebenque en la muñeca como una advertencia a la ruda geografía.


En un momento sujeta ese animal que no deja de cabecear, lleva hasta su boca la misma mano que sostiene la rienda y le hace un nidito al viento para prender con la otra su cigarro. Justo ahí distingue unos huevos amarillos pero no los alza.


Un poco  más allá achina los ojos para distinguir unos terneros lejanos, llega a los corrales, se baja y echándole todo el peso de su cuerpo acomoda un esquinero. Sin atar su caballo camina hasta una aguada y revisa el flotante. A esa hora el animal lo espera entregado.


Pega la vuelta cargado de versos que ni sabe que ha juntado. Después de recorrer todo el día las encierra en dos acordes que tal vez el domingo amansará. Vino arriando soledades dispersas de esa mañana, de esa tarde, las vino juntando paciente, como en un callejón.


Todo el día le fue entrando la pampa a sus pulmones, prudente, silenciosamente.  Y en sus canciones puso el olor de su animal, esos huevos que no alzó, el viento que le pegaba, el sol que lo iba quemando, la mirada en los terneros, la fatiga de la tarde.  Imagino a ese alambrado sonando en él como una inmensa guitarra, el ancho paisaje  brotando con un gesto pampero.


Así imagino a Alberto Merlo recogiendo su música.


Hasta luego, viejo!

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