Eran cuatro. Solían ir al puerto de Guinea a ver los buques inmensos.
Alguien les aseguró que uno de esos barcos partiría en unos días rumbo a
Europa.
Entonces se decidieron. En la madrugada se ataron unas bolsas de harina
a la cintura y se lanzaron vestidos al mar. Nadaron con unos bidones de agua y
subieron al habitáculo de la enorme hélice. Pasaron dos días hasta que el
gigante de acero se empezó a mover.
A los trece días de marcha se quedaron sin agua. La garganta les ardía,
el frío de la noche los quemaba. Ellos rezaban a su dios y empezaron a tomar
agua de mar, espantosa.
Hasta que un día advirtieron que el agua era más dulce. Supieron que
estaban cerca de algún lugar, aunque no sabían de dónde. Estaban ingresando en
la desembocadura del Río de la Plata.
Por esos días el barco detuvo su hélice, los tripulantes vietnamitas los
habían descubierto. Pero estaban llegando a destino, entonces los dejaron en una celda
con arroz en el piso. Unos días después, cuatro esqueletos de piel negra
arribaron al puerto de Rosario.
-Donde estamos preguntaron. En La Argentina, respondieron.
Entonces se abrazaron. Hoy dicen que aquí encontraron un país.
El periodista Franco Varise recogió la historia. Entonces yo pude rebelar
esas imágenes sugeridas. El resultado; verlos en el puerto de la tarde
africana, mirando los buques con su frente naranja de sol atardecido. Vi que sonreían y se empujaban. Ya en el
barco pude iluminarme con la noche blanca de mar, pude escuchar sus conversaciones
estrelladas, graves. Pude verlos sentados, tiritando, abrazando sus piernas, su
soledad de océano, su certidumbre a la deriva, sus sueños naufragando.
Y vi sus dientes blanquísimos, cuando llegaron.
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