viernes, 13 de julio de 2012

Cosecheros de ciudad

Trabajé un par de veces en las cosechas de girasol en un campo de La Pampa, cerca de Santa Rosa. Levantábamos girasol. Yo controlaba entonces el pesaje de los camiones. Un trabajo fácil que no suele durar más de una semana.

La cosechadora va guillotinando la cabeza de la planta, la tritura y  por una chimenea escupe su grano en la tolva, una especie de caja gigante con forma de cono invertido. Esa tolva a la vez va llenando un camión  que espera a la orilla del potrero. Y cuando se completa el acoplado marchan a una balanza, ubicada generalmente al lado de un gran silo plateado a la entrada del pueblo. (uf, que oración más larga. Insoportable)


Los cosecheros, después de trabajar todo el día, entraban a la casilla, se bañaban –uno de ellos se lavaba el pelo con detergente-, se emprolijaban  y se subían a una  Nissan destartalada. Recuerdo verlos partir egominados, con la luneta llena de repuestos. Marchaban a un Casino dorado como un cuento.

Algo parecido sucede en el conurbano nuestro de cada día. Cruzo por el Bingo de Hurlingham.  Sale el olor a perfume barato. Ingresa siempre la misma gente. Son los cosecheros de la ciudad que bajan del tren. Llegan  con el bolsito al hombro. Caminan apurados, alguien les abre la puerta y son ametrallados  con estímulos visuales. La comunicación no verbal grita: “ganador, rey, ponete cómodo, sentite seguro, nosotros te damos lo que vos te mereces”.

No se puede pensar que no tengan cultura de trabajo. Trabajan como pocos. Y tal vez por eso necesitan -también como pocos- espacios de ocio.  Pero cómo no me di cuenta; ese sitio es presentado como un lugar de ocio,  pero no niega el ocio. Esta en el aire la tensión de lo que se está arriesgando.  Es un neg-ocio, que no es otra cosa que negar el ocio.

Si, juegan su plata. Probablemente sepan que van a perder. Pero quizá eso no pesa tanto como el momento de evasión o la esperanza de ser un ganador. Jugar no es un juego para ellos, es un acercamiento a los sueños,  algo que no requiere esfuerzo.

Verán que no hay jóvenes jugadores. Los jóvenes tienen esperanzas y sólo trabajan allí,  fumándose lo que otros fuman. A jugar van los que van llegando a viejos, hartos tal vez de soledad. Y esos pequeños apostadores son los que mantienen en pie esta parafernalia.

Del otro lado del mostrador hay gente  hábil en aprovecharse.  Pero claro, si se pone un límite dirían que cercenan las libertades. Sería cierto; la libertad de aprovecharse.

En este caso el Estado regula el mal común.

1 comentario:

Anónimo dijo...

De muy otro lado también puede decirse de los casinos, que son el lugar indicado para ingresar a la economía "real" plata sucia a montones.

MP