Si aún arrastramos
el maneador y golpeamos los tarros con
nuestra memoria. Si aún podemos enlazar con la cadena y sujetar juntos terneros
y recuerdos. Si podemos clasificar el primer sonido del chorro de leche
ordeñada cayendo al fondo del balde. Si después de veintitantos años descubrimos
que ese poderoso chorro blanco tiene un
sonido y no otro. Si reconocemos a la espuma creciendo en ese ruido. Si en ese
mismo golpeteo firme aspiramos la mañana pura y la bosta pastosa. Si corta
nuestro recuerdo la espesa tibiez en el fondo del tacho.
Si vemos tu
mano de nudoso bronce, María, bendiciendo la ubre dócil, entregada a tu puño. Si en tu brazo arremangado y en tu cuerpo arrodillado frente a la mansa bestia
reza la oración más sagrada. Si en esa liturgia mañanera tu mirada unge el
campo con rocío mientras un rayo de luz te va apretando de costado. Si finalmente, entre arena y olivillos, regresa
balanceándose tu figura frente al galpón colorado.
Cada día, entonces,
acudió a tu mano para nacer. Y sólo desde allí salió aleteando como un pájaro. Pero
si eso nació de tu mano, María, de tu noche -que son la sucesión de tantos días-
sólo puede nacer la vía láctea, ese campo de espinas estrelladas.
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